Mirad las flores.
Mirad las flores os digo.
Mirad qué colores tan llamativos.
Miradlas qué putas apestando la primavera.
Miradlas detenidamente:
no son más que genitales expuestos.
Y la gente se las regala a su madre
y las pone sobre sus muertos
y en el manto de la Virgen.
Las flores son el postureo de la biología,
un insulto al estiércol que madruga,
al estiércol que sacrificó por la patria
todo su nitrógeno, fósforo y potasio
para que las instagramers de la botánica
adornen después balcones y jardines
sin importarles el hambre en el mundo.
Mirad sus nombres ridículos:
begonia como una maestra gorda
con un lunar peludo en la cara,
petunia como una mestiza bolivariana
luciendo su culo gordo en mallas de leopardo,
crisantemo como un chapero transformista,
o gladiolo como el delegado empollón de clase.
Si no paramos esta frivolidad ahora
más temprano que tarde las veremos
con piercings en el estigma,
conduciendo a nuestros hijos
al desenfreno sexual a través del aire.
¡Juzguemos al azahar por pederastia!
Nos urge volver a los viejos valores,
alejarnos de un futuro lleno de espinas
y alguien con madera de líder.
¡Más madera, más madera!
Necesitamos batutas para dirigir
al unísono de una vez por todas el ritmo del país,
vigas con las que apuntalar una España que se rompe,
mangos para las hachas con las que talar
la primavera sin ningún control que nos imponen,
palos y más palos con los que sembrar la razón
y llenar por fin de maderos las grandes alamedas.
(De "El cielo de las cajeras", Mankell 2023)